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viernes, abril 19, 2024
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En este tiempo de gran tribulación

Por: Padre Héctor Chiapa-Villarreal*

Ahora estamos siendo testigos de lo que es tal vez la mayor crisis moral de nuestro tiempo en la vida de la Iglesia, al ver cómo los medios de comunicación hablan acerca de los graves crímenes del clero. Simple y sencillamente no podemos ignorar esta situación y debemos de responder como verdaderos Cristianos, abrazando la verdad con fe, esperanza y caridad. Muchos de estos hombres son responsables de una conducta abominable que clama al Cielo y Dios ha de responder sin duda alguna. Ninguno de estos pecados se ha de justificar o ignorar. Por otro lado, no nos corresponde a nosotros juzgar y condenar a los hombres responsables de tan horrenda conducta. Ellos son responsables a los ojos de Dios y a Él le han de entregar cuentas de sus vidas. Él conoce sus corazones y Él les ha de pagar de acuerdo a sus hechos. Considerando tan terrible perspectiva, pienso que debemos de pedir al Señor que sea misericordioso con ellos, que les conceda arrepentirse de sus pecados, hacer penitencia y que los libre de la condenación eterna.

Tenemos la opción de enfrentar esta terrible crisis con la mirada de la fe. Si consideramos la vida de Nuestro Señor Jesús, vemos que sus amigos más cercanos lo traicionaron. Judas Iscariote, quien fue ordenado sacerdote y obispo en la Última Cena, entregó a Jesús en manos de sus enemigos por amor al dinero. Pedro, no solamente sacerdote y obispo, sino también el primer Papa, negó al Señor tres veces por miedo a una mujer locuaz. Aún así, Jesús estaba más que dispuesto a perdonarlos a ambos. Judas parece haber rechazado su perdón al haberse quitado la vida. Pedro, por otro lado, simplemente al sentir la mirada misericordiosa de Jesús sobre él, se arrepintió y abrazó su perdón, al experimentar en lo profundo de su corazón el amor infinito e incondicional del Salvador por él, y así, eventualmente permitió el ser crucificado boca abajo por amor al Señor, plenamente abrazando la llamada que había recibido de ser la Roca sobre la cual Cristo habría de fundar su Iglesia.

Nuestra fe no debe estar puesta en el Padre fulano, ni en el Obispo mengano o en el Cardenal perengano. Ni siquiera en el Santo Padre mismo. Nuestra fe está centrada en Jesucristo, el Hijo de Dios Padre y Salvador del Mundo. En Él ponemos toda nuestra confianza. A Él le entregamos nuestras vidas y a Él le ofrecemos todo tiempo y toda la historia.

Dese usted cuenta que cuando el Señor moría en la cruz, Él estaba pensando en estos hombres que lo habían de traicionar hoy y aun así, libremente murió por ellos, y aún más, pensaba en usted y en mí, sabiendo bien que también le habríamos de traicionar con nuestros propios pecados, y sin embargo, Él murió por amor a cada uno de nosotros. San Agustín diría que si usted hubiera sido la única persona en la faz de la tierra, de igual modo Él habría muerto solamente por usted. ¡Tal es el poder de su Amor! Este es el Amor que destruye al pecado y derrota el poder del Maligno.

Necesitamos orar con las intensas emociones que tal vez estamos experimentando ahora como consecuencia de la grave crisis moral en la vida de la Iglesia: enojo o incluso furia, tristeza, desánimo, resentimiento, agresividad y cualquier otra emoción que estemos sintiendo ahora. Para hacerlo así, primero que nada debemos de estar plenamente conscientes de que los sentimientos no son pecados, sin importar la energía negativa que tengan. El pecado siempre implica una decisión, nunca es simplemente un sentimiento. Por tanto, no estoy pecando si me siento enojado, pero sí peco si decido lastimar a alguien a causa de mi enojo. Necesitamos reconocer honestamente todos los sentimientos que tengamos, sin importar lo feos que nos parezcan. Incluso los santos sintieron ira y frustración, tristeza y desánimo.

Después de reconocer nuestros sentimientos, necesitamos sentir aquello que sentimos en presencia de Dios y ofrecérselo todo a Él, para poder tener un diálogo auténtico con el Señor, lo cual está en el corazón de la oración verdadera. Así lo hacemos yendo a Jesús y simplemente diciéndole lo que llevamos en el corazón como haríamos con un amigo cercano: “Señor, me siento muy enojado por lo que estos hombres hicieron” o “Jesús, ¿podrías estar conmigo al sentirme tan desanimado por lo que está pasando ahora en la Iglesia?” o “Señor mío, tengo ganas de romperle la cara a aquellos responsables de estos crímenes”. En todos estas situaciones posibles, estamos reconociendo los fuertes sentimientos que tenemos al momento y los estamos compartiendo con el Señor, confiando en que Él nos escucha con amor y atención y que Él nos ha de responder, ya sea con una experiencia de paz o recordándonos un pasaje de la Escritura o con un renovado sentido de fe, o con una palabra de consuelo o de cualquier otra manera que Él sabe qué necesitamos para poder experimentar su presencia amorosa con nosotros en ese mismo momento.

No hay límite alguno para este tipo de conversación con el Señor. Simplemente necesitamos reconocer cualquier sentimiento que tengamos o cualquier situación por la que estemos pasando y volvernos entonces a Jesús compartiendo con El todo lo que nos pasa. Con confianza entonces esperamos en silencio para que Él nos responda, y ciertamente que Él nos responderá, porque nosotros somos sus hijos y Él nos ama como Nuestro Padre del Cielo, y como Jesús mismo nos dice: “¿Quién entre ustedes, cuando su hijo le pide un pan, le da una piedra, o cuando le pide un pescado le da una víbora? Si ustedes que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre no les dará el Espíritu Santo a aquellos a quienes se lo pidan?”

Debemos recordar que cada vez que en la historia de la Iglesia ha ocurrido un grave escándalo o crisis seria, es entonces cuando el Señor envía sus más grandes santos. Por ejemplo, el origen del cisma del Protestantismo se identifica usualmente con un acto de desafío de parte de Martín Lutero, quien el 10 de Noviembre de 1517 clavó en las puertas de la Iglesia de Todos los Santos en Wittenberg, Alemania sus “95 tesis en contra de la doctrina de las indulgencias”. El cisma Protestante eventualmente sería la causa de que miles de Católicos en Europa abandonaran la Iglesia Católica.

Menos de quince años después, en los primeros días de Diciembre de 1531, la Madre de Dios bajó del Cielo y se apareció durante varios días en el cerro del Tepeyac a San Juan Diego Cuauhtlatoatzin, un índigena converso. Ella le envió al obispo con el mensaje de que ella quería que en ese lugar se construyera una Iglesia donde pudiera manifestar su tremendo amor y compasión por sus hijos. El milagro de Nuestra Señora de Guadalupe sería la causa de la conversión de centenares de miles de personas y eventualmente, resultaría que el número de católicos en las Américas sería de millones de personas.

No es coincidencia que seamos contemporáneos con el Papa San Juan Pablo el Grande, Santa Teresa de Calcuta, San (Padre) Pío de Pietrelcina. Católicos que pasarán a la historia no sólo como los más grandes santos de nuestro tiempo, sino que muy probablemente serán contados entre los santos más grandes de todos los tiempos. Por otro lado, en este mismo momento, hay hombres y mujeres de asombrosa santidad cuyas vidas tal vez nos son desconocidas pero que están transformando a la Iglesia desde dentro, y a su debido tiempo, el Señor nos ha de mostrar quiénes son y cómo es que su santidad fue un bálsamo para sanar las heridas que la Iglesia está sufriendo.

Esta no es una realidad separada de nuestra propia experiencia. A través del Bautismo estamos llamados a la santidad. Este es el significado principal de nuestra vida Cristiana, aspirar a la perfección del amor. El Señor tiene un plan para nuestras vidas, y tiene que ver con la búsqueda constante de una vida de santidad.

Al escribir a los Efesios, San Pablo los animaría a alcanzar la plena estatura en Cristo. Nosotros ciertamente hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, pero la plenitud de tal similitud con Dios solamente es lograda en la medida en que de verdad renunciemos a todo aquello que no pertenece al Señor, recibiendo su perdón especialmente en el sacramento de la Confesión, así como también fomentando nuestra amistad con Cristo, de manera particular a través del sacramento de la Eucaristía. Si Cristo vive dentro de nosotros, lo único necesario es permitirle a Él vivir su propia vida a través de nosotros. Por tanto, alcanzar la plena estatura en Cristo significa permitir que sus propios pensamientos sean los que pensamos, que sus decisiones sean las que nosotros tomemos, que sus palabras aquellas que hablemos y sus propias acciones aquellas que nosotros llevemos a cabo.

Podemos tener una esperanza real y profunda para un futuro brillante para la Iglesia, porque ella no es simplemente una institución humana, sino más bien el Cuerpo Místico de Cristo, y Él ha de sanarla, renovarla y transformarla, no de manera abstracta sino muy concretamente, al permitirle al Hijo de Dios el sanar, renovar y transformar nuestras propias vidas.

Que seamos dóciles a este proceso, para que nuestra propia configuración con el Señor por la santidad pueda resultar en la manifestación de una belleza renovada en la vida de nuestra Madre amada, la Iglesia Católica.

  • Párroco de Saint Therese en Aurora.
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