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Arzobispo de Denver lanza Carta Pastoral, al término del Año de la Fe

21 de noviembre de 2013

Memoria de la Presentación de la Virgen María

Queridos hermanos y hermanas en Cristo,

La clausura del Año de la Fe está a punto de llegar, y ha sido un tiempo de especial gracia que ha generado un gran impulso espiritual en la Iglesia. Muchos me han preguntado: ¿Qué viene ahora? Y esta carta pastoral es mi respuesta.

Cuando el pasado mes de setiembre fui al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en la peregrinación arquidiocesana por el Año de la Fe, vi las gracias derramadas entre los peregrinos. Una pareja de esposos que encomendó su matrimonio a Nuestra Señora de Guadalupe 58 años atrás, en su luna de miel, fue con nosotros para dar gracias a la Virgen por haberlos conducido hacia Cristo y por haber conseguido las bendiciones del Señor para su matrimonio. Otro feligrés de la Arquidiócesis experimentó paz, sanación y confirmación en su fe en los lugares santos que visitamos, especialmente en la casa del tío de San Juan Diego, Juan Bernardino, quien por la intercesión de Nuestra Señora, fue curado de una enfermedad. Muchos conocieron por primera vez la vida del beato Miguel Pro, S.J., y la de los mártires de Cristo Rey.

Yo también recibí gracia cuando estuve ante la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe y recordé la primera vez que me paré delante de ella, en 1996. Nunca olvidaré ese momento, en el que quedé impresionado y maravillado al tomar consciencia de la real presencia de María, tanto en mi vida como en la vida de la Iglesia. Experimenté su amor de una manera muy personal y tierna, y fui llevado por Ella a amar a Jesús y a recibir Su amor, cada vez más. El milagro de la imagen continuó en mi propio corazón.

En este Año de la Fe, todos hemos tenido la oportunidad de encontrarnos con Jesús de manera renovada, a nivel personal y comunitario.

Los católicos de la Arquidiócesis de Denver participaron en el programa del pasaporte del peregrino, que los llevó a visitar siete iglesias y un santuario, así como a profundizar en su encuentro con Jesús.

Parroquias a lo largo de toda la Arquidiócesis también ayudaron para atraer a más gente hacia Cristo. Durante todo el año, muchas parroquias organizaron clases de Biblia y Catecismo, así como charlas sobre los documentos del Concilio Vaticano II. Los parroquianos también participaron en retiros, seminarios y conferencias, así como en peregrinaciones y misiones.

A nivel internacional, más de 8 millones de peregrinos viajaron a Ciudad del Vaticano para visitar la tumba de San Pedro y participar en los numerosos eventos realizados cada mes. Los grupos que llegaron a la ciudad eterna incluyeron movimientos eclesiales, seminaristas y novicias, familias, grupos pro vida, catequistas y personas de toda la Iglesia.

Cuando Benedicto XVI presentó el Año de la Fe en su Carta Apostólica Porta Fidei, en octubre de 2011, dijo que se trataba de “una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo”[1].

El hecho de que el Año de la Fe haya tenido lugar en este momento de la historia, no es casualidad. Ha estado en el Plan de Dios que cada uno de nosotros haya sido invitado a vivir en estos tiempos; además, el Papa emérito Benedicto XVI y el Papa Francisco nos lanzaron el desafío de pedir el don de crecer en la fe.

Creo que la fe se ha hecho más profunda en los corazones de muchos de los fieles durante este tiempo de gracia. Y esto es vital para el futuro de nuestra Arquidiócesis, de nuestro país y de nuestra Iglesia, porque el contexto cultural en el que vivimos, desprecia cada vez más la fe.

 

El Año de la Fe y su historia

Cuando Benedicto XVI publicó la Porta Fidei, reveló que la principal razón por que la que convocó el Año de la Fe fue por la manera en que Occidente había olvidado a Dios.

Él señaló que “mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas”[2].

Esta situación presenta grandes desafíos para la Iglesia. Tal como Benedicto XVI dijo, “en vastas zonas de la tierra la fe corre peligro de apagarse como una llama que ya no encuentra alimento[3].

Si bien esta situación es similar a la de la Iglesia de los primeros siglos, el tiempo en el que vivimos es diferente en puntos fundamentales, y lo hacen históricamente sin precedentes.

Nunca antes en la historia, una sociedad ha tratado de vivir sin referencia alguna a Dios o a algún tipo de deidad, tal como lo está tratando de hacer hoy Occidente. Incluso en las sociedades primitivas, la gente rendía culto a aquellos que creía dioses de la naturaleza que le daban un conjunto estable de valores  que le ayudaban a distinguir entre lo bueno de lo malo. En la sociedad contemporánea de Occidente, el bien y el mal están siendo abandonados para dejar lugar las pasiones y deseos. Cada ser humano ha sido abandonado a que decida personalmente lo bueno y lo malo, sin referencia a criterio objetivo alguno.

Creo que hay tres elementos que diferencian nuestro contexto cultural de cualquier otro. Éstos deben ser comprendidos, especialmente porque iluminan la importancia del Año de la Fe y lo crucial que es nuestra respuesta a sus gracias para el futuro de la Iglesia y la sociedad.

La primera diferencia es la pérdida del sentido de comunidad, que ocasiona que la gente se sienta menos segura sobre su identidad y sobre los deberes que tiene respecto a los demás. Si bien hay muchos factores que contribuyen a esta pérdida, remover a Dios golpea en el corazón de nuestra comprensión de lo que es la comunidad.

Dios, en las tres Personas de la Trinidad, es la comunidad perfecta.   Cuando Dios es removido de la sociedad, se pierde el modelo perfecto de cómo amar incondicionalmente en las familias y en la sociedad.  Más aún, el Concilio Vaticano II nos enseña que “Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”[4].

Cuando Dios es ignorado y la cosmovisión cristiana es reemplazada por una visión secularizada, la gente empieza a perder el sentido de lo que significa ser humano, así como de su sentido final y el significado de sus vidas. Las relaciones se convierten en superficiales y el deseo del auténtico bien de los demás es desplazado por el deseo del beneficio personal en esta vida. En las familias, la célula básica de la sociedad, el sacrificio en favor de la recompensa eterna, es reemplazado por los placeres personales que esta vida ofrece. En una palabra, nuestra visión se convierte en mundana; nos volvemos en seres absortos en sí mismos y saciados por el mundo; nos olvidamos del cielo y frecuentemente, también de nuestro prójimo.

Pero hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, y sólo nos realizaremos verdaderamente por la unión eterna con Cristo. Jesús nos revela nuestra verdadera identidad como amados hijos e hijas del Padre, y nos invita a vivir con Él en el corazón de la Trinidad.

El segundo cambio, sin precedentes, que ha ocurrido en nuestra cultura, es la explosión de avances tecnológicos, particularmente en el ámbito de las comunicaciones. Si bien estos avances son moralmente neutros, pueden ser utilizados en formas que ayuden o dañen a la sociedad.

Por ejemplo, hemos visto que la Iglesia puede llevar el Evangelio a los puntos más lejanos del mundo, pero al mismo tiempo la cantidad enorme de mensajes y la forma tan convincente en que algunos son presentados, ha creado confusión sobre algunas de las preguntas más fundamentales en la vida. Esto ha hecho surgir la misma pregunta que Pilato le hizo a Jesús: “¿Qué es la verdad?”[5]

Ahora la verdad debe competir con muchas respuestas destructivas a las siguientes preguntas: ¿Qué significa ser un ser humano? ¿Cuál es el significado de la libertad? ¿Qué me hará feliz? Y ¿Qué es la verdad?

En su primera Encíclica Lumen Fidei, el Papa Francisco describe esta narrativa que compite con la visión cristiana de la verdad.

“¿No ha sido esa verdad —se preguntan— la que han pretendido los grandes totalitarismos del siglo pasado, una verdad que imponía su propia concepción global para aplastar la historia concreta del individuo? Así, queda sólo un relativismo en el que la cuestión de la verdad completa, que es en el fondo la cuestión de Dios, ya no interesa. En esta perspectiva, es lógico que se pretenda deshacer la conexión de la religión con la verdad, porque este nexo estaría en la raíz del fanatismo, que intenta arrollar a quien no comparte las propias creencias. A este respecto -concluye el Papa Francisco- podemos hablar de un gran olvido en nuestro mundo contemporáneo”[6].  ¡En efecto, estamos viviendo una amnesia colectiva en este tiempo de la historia!

“En efecto –aclara el Papa- la pregunta por la verdad es una cuestión de memoria, de memoria profunda, pues se dirige a algo que nos precede y, de este modo, puede conseguir unirnos más allá de nuestro «yo» pequeño y limitado”[7].

La invasión de nuevas habilidades tecnológicas también ha llevado a las personas a tener la falsa percepción de que la perfección es alcanzable en esta vida si utilizamos las herramientas adecuadas. Esta es la herejía que cree que el hombre puede salvarse a sí mismo, simplemente disfrazada con ropajes más futurísticos.

Finalmente, otra gran diferencia de nuestro tiempo  es la percepción de que el Cristianismo ha sido “ensayado” pero ha “fracasado”.  En realidad, como dijo G.K. Chesterton, “no es que el ideal cristiano haya sido puesto en práctica y  haya fracasado, sino que ha sido considerado difícil y ni siquiera se ha intentado”[8].

Mientras Dios es cada vez más relegado en nuestra sociedad en favor de una existencia egocéntrica y tecno-dependiente, nuestra brújula moral colectiva pierde su norte. Los nuevos puntos de orientación son los sentimientos, el funcionalismo o las siempre cambiantes modas del momento. “Me es placentero, hagámoslo”, es uno de los slogans modernos que más atrae.

En la homilía de la Santa Misa “por la elección del Sumo Pontífice”, el futuro Papa y entonces Cardenal Joseph Ratzinger, explicó este fenómeno, en abril de 2005.

“A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse «llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina», parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos”[9].

Dado este contexto, creo que la importancia del Año de la Fe es obvia y que la pregunta de “¿Qué viene ahora?” es incluso más crucial para que la Iglesia logre ofrecer a la mayor cantidad de gente, la verdad sobre el ser humano, tal como fue revelada por Cristo.

¿Qué viene ahora?

El Año de la Fe terminará con una misa de clausura en la Plaza San Pedro, el 24 de noviembre, en la Solemnidad de Cristo Rey. La noche anterior, el Papa Francisco dará la bienvenida a personas que se están preparando para entrar a la Iglesia en la próxima Pascua, a través del Rito de Iniciación Cristiana para Adultos.

En muchos sentidos, esta ceremonia es el final perfecto para el Año de la Fe. Es una ilustración de cómo  la búsqueda de la verdad y el regalo de la fe, pueden llevar a Cristo y a Su Iglesia.

Cuando el Papa Francisco le hable a los catecúmenos, él se enfocará en el pasaje de San Juan en el que Juan Bautista ve a Jesús y dice “He ahí el Cordero de Dios”[10]. Luego, dos de los discípulos de Juan seguirán a Jesús para ver dónde vive.

Ese encuentro con Jesús fue tan convincente que Andrés fue a buscar a su hermano Pedro y le dijo “¡hemos encontrado al Mesías!”[11] Rezo para que la experiencia del Año de la Fe haya traído a cada uno de ustedes un encuentro con Jesús que haya impactado sus vidas, tal como fue con Andrés.

En la historia de Andrés y Pedro, encontramos un plan de acción en relación a lo que estamos llamados a hacer cuando termine el Año de la Fe. El Año de la Fe no fue una campaña de marketting para entusiasmar a los católicos; fue un tiempo para encontrar a Jesús y a Su Iglesia; un tiempo para conocer y amar más profundamente a Jesús y a Su Iglesia. Fue un tiempo para crecer en intimidad con Jesús, para encontrar al Señor en nuestro corazón.

La consecuencia de nuestro crecimiento en el amor debería ser una reacción como la de Andrés, que corre y le cuenta a su hermano sobre Jesús. Su hermano Simón fue a ver a Jesús y recibió su nueva identidad, el nombre de Pedro. San Mateo incluso nos recuerda que cuando Jesús le preguntó a Pedro “y ustedes ¿quién dicen que soy yo?”[12], el Padre le dio a Pedro el regalo de la fe y le reveló que Jesús era “el Mesías, el Hijo de Dios vivo”[13].

En la vida de Pedro, podemos ver que la experiencia de la fe debe llevarnos a dar testimonio de la verdad, de Jesús mismo, que es la Verdad[14].

En Porta Fidei, el Papa Benedicto XVI describe hermosamente cómo la fe lleva naturalmente a compartir el amor, el gozo y la verdad que se experimenta en Cristo. “La fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse”[15], dice Benedicto.

Cuando uno rinde su vida a Jesús, en amor  y verdad, añade el Papa, se convierte en “un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios”[16].

El Papa Francisco también habló sobre la fe que lleva al testimonio en su primera Encíclica, Lumen Fidei, en la que reflexiona sobre la experiencia de los primeros cristianos.

En ella dice:  “En las Actas de los mártires leemos este diálogo entre el prefecto romano Rústico y el cristiano Hierax: «¿Dónde están tus padres?», pregunta el juez al mártir. Y éste responde: «Nuestro verdadero padre es Cristo, y nuestra madre, la fe en él»”[17].

Para los primeros cristianos, la fe era un “encuentro con el Dios vivo manifestado en Cristo, (que) era una «madre», porque los daba a luz, engendraba en ellos la vida divina, una nueva experiencia, una visión luminosa de la existencia por la que estaban dispuestos a dar testimonio público hasta el final”[18].

Como ya he mencionado, el mundo en el que vivimos hoy, es diferente. La pérdida de la comunidad, los avances en la tecnología y la creencia de que la salvación viene con ella, así como la percepción de que el Cristianismo está pasado de moda, indica que el ambiente en el que vivimos nuestra fe es muy diferente al de cualquier otro tiempo en la historia.

En este contexto  los argumentos de autoridad tienen menos peso. Pero lo que nunca puede ser eliminado del corazón humano es el anhelo del amor: de amar y ser amado, el anhelo de estar unidos a Dios, quien es Él mismo amor.

“El hombre de nuestro tiempo –dijo el Papa Francisco en su Mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones 2013- necesita una luz fuerte que ilumine su camino y que sólo el encuentro con Cristo puede darle”.

La consecuencia de ese encuentro es la fe, que el Santo Padre describió como “un don que no se reserva sólo a unos pocos, sino que se ofrece a todos generosamente… Es un don que no se puede conservar para uno mismo, sino que debe ser compartido. Si queremos guardarlo sólo para nosotros mismos, nos convertiremos en cristianos aislados, estériles y enfermos”[19].

Intimidad, formación y testimonio

Creo que la respuesta a la pregunta “¿Qué hacemos después del Año de la Fe?” es clara.

Primero, por el don de la fe, estamos invitados a continuar creciendo en intimidad con Jesús, con el Padre y con el Espíritu Santo. En nuestro encuentro diario con Jesús, Él nos llenará del Espíritu Santo y nos guiará hacia el Padre. Seremos llevados, a través de la oración y de la celebración frecuente de los sacramentos –la Eucaristía y la Reconciliación- hacia la comunión de amor y vida que existe en la Trinidad. ¡Mientras más nos enamoramos de Jesús, nuestras vidas se ven más transformadas para siempre! Continuemos pidiendo cada día a gritos, junto a los apóstoles, “Auméntanos la fe”[20]. Sólo en la intimidad con Jesús podremos ir al mundo a ser luz e invitar a otros a conocer a Jesús, no importa el costo que sea.

Segundo, podemos continuar creciendo en la compresión de nuestra fe. Estamos bendecidos en la Arquidiócesis con las Escuelas de Biblia y Catequesis, así como con el Augustine Institute, Endow y FOCUS, para mencionar alguno de los lugares de formación. También podemos continuar leyendo por cuenta propia, los documentos del Concilio Vaticano II, el Catecismo de la Iglesia Católica, y de manera especial, podemos comprometernos a rezar diariamente con las Sagradas Escrituras, especialmente los 4 Evangelios. Leer 10 minutos al día algún pasaje del Evangelio, fortalecerá nuestra fe y nos ayudará a encontrarnos con Jesús, de nuevas formas.

Tercero, estamos bendecidos en nuestra Arquidiócesis con el don de tener muchos servicios orientados a ayudar a los pobres y necesitados, y que requieren de voluntarios fieles. Siempre me conmuevo al ver tantos fieles que silenciosamente se ofrecen como voluntarios año a año, tanto en Caridades Católicas, la Samaritan House, Centro San Juan Diego, la Casa Lighthouse para mujeres, los Amigos de St. Andrews, Christ in the City, y las Casas Gabriel, por mencionar algunos cuantos. Damos testimonio de nuestra fe y la alimentamos por medio del servicio y el encuentro con los pobres, que viven en las periferias de nuestra sociedad. Una persona pobre que se encontró con uno de los misioneros de Christ in the City, le dijo: “Eres la primera persona que me ha dicho que ‘Dios me ama’”. ¡Eso le cambió la vida!

Finalmente, lo más exigente: Este tiempo de gracia debe llevarnos a compartir valiente y gozosamente nuestra fe en Cristo con todo el mundo. En 1975, el Papa Pablo VI ya se había dado cuenta que la sociedad occidental necesitaba este tipo de aproximación. Tal como escribió en Evangelii Nuntiandi, “el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio”[21].

Para realizar esto debemos rezar diariamente para recibir los dones del Espíritu Santo: ciencia, inteligencia, sabiduría, consejo, fortaleza, piedad y temor de Dios. Hoy, debemos pedir de manera especial por el don de la fortaleza, porque nuestra cultura nos desafiará, nos rechazará e incluso nos odiará por nuestra fe en Jesús y en Su Iglesia.

Esto no será fácil y en algunos casos será doloroso y supondrá la cruz. En la lectura del Evangelio para la Misa de Clausura del Año de la Fe, veremos a Jesús colgado en la Cruz entre dos ladrones, que fueron crucificados con Él.

Uno lo injurió y se burló de Él, pero el otro dijo: “¿Es que no temes a Dios?”[22] Aun cuando el buen ladrón había pecado, quería alcanzar el cielo y estaba dispuesto a reconocer su pecado. En nuestra cultura cada vez más secularizada, es cada vez más aceptable y común injuriar a Dios, y burlarse de las personas de fe. Pero como el buen ladrón, también hay gente de buena voluntad, que, pese a todas sus debilidades, está esperando encontrarse con Cristo.

Estamos llamados a responder como el buen ladrón, quien se encontró con Cristo y confesó sus pecados. Así podremos dar testimonio de su amor y misericordia con nosotros. Esto requerirá salir de nuestra rutina confortable, ir más allá del puro espíritu de  mantener las cosas como están  y ser más apostólicos, más evangelizadores. Debemos llevar las verdades de nuestra fe católica al ámbito público para traer luz en la oscuridad y para incrementar el respeto por la dignidad de la persona humana, en todas las etapas de su vida.

El Concilio Vaticano II recordó a los católicos, 50 años atrás, que “el divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época… No se creen, por consiguiente, oposiciones artificiales entre las ocupaciones profesionales y sociales, por una parte, y la vida religiosa por otra. El cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación. Siguiendo el ejemplo de Cristo, quien ejerció el artesanado, alégrense los cristianos de poder ejercer todas sus actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios”[23].

¡Que este histórico llamado del Concilio penetre el corazón de cada católico en la Arquidiócesis, para que puedan dar testimonio de su fe sin temores ni concesiones!

Cada uno en la Arquidiócesis de Denver tiene la oportunidad de encontrarse con Jesús y crecer en la fe, incluso cuando el Año de la Fe haya terminado. Jesús, que es amor, misericordia y verdad, está esperando encontrarse contigo en la oración, en los Sacramentos y en los que viven en pobreza material  o espiritual. Él anhela llamarte ‘amigo’[24]. Y una vez que lo hayas encontrado, el Espíritu Santo te llenará de un gozo que no podrás contener, que te impulsará a  ir y hacer que “todos los pueblos sean mis discípulos”[25].

Entonces podremos decir como el buen ladrón, “Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino”[26]. Y podremos esperar escuchar en respuesta, “en verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”[27].

 

En el Corazón del Padre,

Excelentísimo Monseñor Samuel J. Aquila, STL

Arzobispo de Denver


[1] S.S. Benedicto XVI, Carta Apostólica Porta Fidei, 6, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 11 de octubre de 2011.

[2] Ibid, 2.

[3] Discurso de S.S. Benedicto XVI a los participantes en la Plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 27 de enero de 2012.

[4] Constitución Aspotólica Gaudium et Spes, 22, Concilio Vaticano II, Libreria Editrice Vaticana, 1965.

[5] Jn. 18, 38.

[6] S.S. Francisco, Encíclica Lumen Fidei, 25, Libreria Editrice Vaticana, 2013.

[7] Ibid.

[8] Collected Works of G.K. Chesterton, Vol. 4, p. 61. Ignatius Press, San Francisco, 1987.

[9] Homilía del Cardenal Joseph Ratzinger, Decano del Colegio Cardenalicio, Santa Misa “por la elección del Sumo Pontífice”, Basílica San Pedro, Ciudad del Vaticano, 18 de abril de 2005.

[10] Jn. 1, 29.

[11] Jn. 1, 41.

[12] Mt. 16, 16.

[13] Ibid.

[14] Jn. 14, 6.

[15] S.S. Benedicto XVI, Carta Apostólica Porta Fidei, 7, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 11 de octubre de 2011.

[16] Ibid.

[17] S.S. Francisco, Encíclica Lumen Fidei, 5, Libreria Editrice Vaticana, 2013.

[18] Ibid.

[19] S.S. Francisco, Encíclica Lumen Fidei, 1, Libreria Editrice Vaticana, 2013.

[20] Lc. 17, 5.

[21] S.S. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, 41, Libreria Editrice Vaticana, 1975.

[22] Lc. 23, 40.

[23] Constitución Apostólica Gaudium et Spes, 43, Concilio Vaticano II, Libreria Editrice Vaticana, 1965.

[24] Jn. 15, 15.

[25] Cfr. Mt. 28,19.

[26] Lc. 23,42.

[27] Lc. 23,43.

Arzobispo Samuel J. Aquila
Arzobispo Samuel J. Aquila
Mons. Samuel J. Aquila es el octavo obispo de Denver y el quinto arzobispo. Su lema es "Haced lo que él les diga" (Jn 2,5).
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